Escribir este artículo no fue fácil. Lo hice en diciembre, durante el receso de Navidad, pero no me había atrevido a publicarlo. Aunque sé que muchas personas pueden sentirse identificadas con el tema, lo familiar no es precisamente mi terreno favorito. Aun así, sentí que compartir esta experiencia, por difícil que fuera, podía ser no solo liberador para mí, sino también útil para otros.

La familia es nuestra primera escuela de vida, un lugar donde aprendemos sobre el amor y la complejidad de las relaciones humanas. Mi relación con mi madre ha sido un maestro exigente, que me ha enseñado lecciones valiosas sobre la importancia de establecer límites saludables. Hoy quiero compartir mi reflexión sobre cómo las experiencias más desafiantes pueden convertirse en nuestras mayores oportunidades de crecimiento.

Una amiga que estaba pasando por el duelo de la pérdida de su mamá, me dio un consejo que me llegó al alma. Ella me sugirió que limara asperezas con mi madre para evitar cargar con “deudas de amor” en el futuro. Su sinceridad me conmovió profundamente, pero también me hizo cuestionar la complejidad de mi propia situación.

La relación con mi mamá ha tenido varios bemoles a lo largo de los años, pero desde mi regreso a Colombia – después de 15 años en los Estados Unidos – , con un hijo y, como diría ella misma, «el rabo entre las piernas», se ha vuelto aún más difícil. Mi madre parece ver mi vida como un fracaso constante y por eso cree que no merezco más posibilidades de vida en pareja. Los problemas con ella surgen, principalmente, cuando un hombre entra en mi vida. 

Estoy segura de que ella debe encontrarse en una gran disyuntiva porque, aunque lo más probable es que sí desee que eventualmente encuentre un compañero, el haberme “equivocado” no me hace “merecedora” de una nueva oportunidad. También parece esperar que ese compañero llegue a mi casa «dentro de una caja», sin que yo pueda disfrutar el camino o me divierta en el intento. Leo esto que acabo de escribir y me cuesta creer que, a mi edad, siga escuchando y viviendo situaciones como estas, como si fuera una adolescente pidiendo permiso para enamorarse.

Tal vez no quiere que me vean por ahí, saliendo con una amiga porque, aunque suene raro, teme que mi reputación se vea afectada si estoy disfrutando de ser una mujer soltera. Esto puede ser algo generacional o una proyección de sus propios miedos. Y, aunque intento ser comprensiva sabiendo que ella se casó muy joven y tiene una forma de pensar diferente, no es justo que yo siempre sienta que estoy haciendo algo malo cuando estoy pasando bien.

Mi regreso a Colombia, hace ya casi 10 años, fue un punto de inflexión en mi vida, y mi madre fue un pilar fundamental en ese proceso y siempre estaré agradecida por su apoyo incondicional. Sin embargo, la convivencia diaria, después de tantos años separadas, ha puesto a prueba nuestra relación. Lo que antes era una conexión cercana y frecuente, se transformó en una dinámica más compleja, marcada por desacuerdos y tensiones. Extraño aquellos días en los que nuestras conversaciones telefónicas diarias eran mi refugio.

Ahora, su mirada crítica pesa sobre cada aspecto de mi vida presente y pasada: mis elecciones profesionales, mis relaciones personales, incluso los pequeños detalles de mi día a día. Cada nueva relación, cada decisión importante, parece ser una oportunidad para recordarme lo que, según ella, hice y estoy haciendo mal.

Recuerdo que cuando llevaba poco tiempo de regreso en Colombia, las noches se me hacían eternas pensando en el giro que había tomado mi vida y lo difícil que lo hacía mi madre al recordarme las malas decisiones que tomé. 

Ella estaba empeñada en estar anclada a un tiempo que ya no existe, gozando al remontarse al pasado y viviendo como si fuera posible echar el tiempo atrás. Siempre ha tenido una visión de la vida donde yo viviría un cuento de hadas. Si hubiera seguido ese guión, habría evitado muchas discusiones con ella, pero también habría perdido la oportunidad de crecer y aprender de mis desaciertos.

Aunque estoy segura de que en el fondo sabe que soy una mujer valiosa y merezco ser feliz, le cuesta mucho trabajo demostrarlo y dejar de revivir constantemente mis errores. Al principio, esto afectaba profundamente mi bienestar emocional, pero poco a poco me di cuenta de que necesitaba proteger mi paz interior y permitir que sus palabras tuvieran tanto poder sobre mí. 

Amo a mi madre, pero también amo mi tranquilidad y, desde que me he distanciado de ella, mi vida ha sido mucho más serena porque puedo evitar darle información sobre dónde estoy, a dónde voy y con quién estoy. Eso la desequilibra un poco porque a ella siempre le gusta tener el control de todo. 

Amar a alguien no significa tolerar cualquier tipo de trato, por eso comencé a establecer límites claros en nuestra relación y a no aceptar comentarios hirientes o injustos. Al principio, esto generó cierta tensión, pero con el tiempo, me di cuenta de que era necesario para mi salud mental. 

No voy a mentir: el consejo de mi amiga me dejó pensando. Ella, desde su dolor, quería transmitirme una lección que no quiere que aprenda de la manera más difícil. Valoro mucho su consejo, y espero que, si llega a leer esto, no piense que lo tomé mal. Al contrario, lo agradezco profundamente porque me ayudó a reflexionar. Sin embargo, también me recordó que cada relación es única, y que lo que funciona o aplica para una persona no necesariamente funciona para otra.

Admito que después de escucharla siento miedo de que mi madre se vaya y nunca tengamos la oportunidad de reconciliarnos. Pero cada vez que la veo, siento una tensión palpable que me impide hablarle. Y es que, egoístamente, valoro la tranquilidad que tanto trabajo me ha costado alcanzar y no quiero permitir que nada ni nadie la altere. Además, cada vez que la relación parece mejorar, inevitablemente surgen discusiones por asuntos en los que no estamos del todo de acuerdo, lo que me hace dudar si vale la pena abrir nuevamente ese espacio.

Además, ahora que soy madre, ese miedo se amplifica; temo repetir con mi hijo algunos de los patrones de comportamiento que he vivido con ella o que, con el tiempo, él termine distanciándose de mí como yo lo he hecho con mi madre. Esta dualidad me confronta constantemente, haciéndome cuestionar cómo construir una relación más sana y consciente con él, evitando las heridas que ahora trato de sanar en mí misma.

Reflexionando sobre mi historia, me doy cuenta de que la respuesta no es sencilla. Es fácil ver los toros desde la barrera y dar opiniones sin saber cómo es o ha sido realmente la vida y la relación entre dos personas. 

Cuando estamos alejados de una situación o creemos tener el control, emitir juicios de valor se vuelve tentador. Yo misma he caído en esa trampa, juzgando sin comprender, hasta que la vida me puso en el lugar de quienes antes criticaba.

Sé que al leer esta reflexión, algunos la interpretarán desde sus propias creencias y me juzgarán, pensando que soy una desagradecida. No sería la primera vez que lo escucho. Pero no escribo esto desde el rencor ni desde la ingratitud, sino desde la necesidad de ser honesta conmigo misma. Agradezco profundamente todo lo que mi madre ha hecho por mí, pero también tengo derecho a expresar lo que me duele y a cuidar de mí sin culpa. Porque querer no debería doler tanto y, aunque el camino sigue siendo largo y a veces incómodo, cada pequeño paso me acerca a una relación más sana, no solo con ella, sino también conmigo misma. Porque, aunque duela, he aprendido que proteger mi paz también es una forma de amar.