Este texto se inspira en hechos reales, aunque he modificado algunos detalles, nada demasiado drástico. Bueno, más o menos 😉

Ayer estuve tomando café con una buena amiga y hablamos de su experiencia después de su separación y lo difícil que es encontrar el equilibrio perfecto en las relaciones. Reflexionamos sobre cómo empieza una relación que va a ser especial – algo que yo, lastimosamente, no recuerdo muy bien.

¿Por qué siempre sentimos la necesidad de programarnos mentalmente para todo, intentando controlar cada paso, en lugar de dejar que todo fluya de manera natural? Nos preguntamos si esa búsqueda de control no termina por quitarle a las relaciones la magia y autenticidad que sólo surge cuando dejamos que sean lo que tengan que ser.

La conversación con mi amiga me dejó pensando en esas relaciones que surgen sin previo aviso, sin la necesidad de planear o controlar, y en cómo a veces las conexiones más genuinas son las que menos esperamos. 

Y así fue como me ocurrió a mí: una conversación que comenzó tímidamente, mensajes intercambiados con alguien inesperado, y de repente, me vi inmersa en una relación imaginaria que, aunque breve, se sintió intensa y real. Compartí una semana con él y esa ilusión fue tan poderosa que, en ciertos momentos, parecía más real que cualquier otra cosa.

La comunicación era constante y refrescante. Desde la mañana hasta la noche, nuestros teléfonos eran el hilo conductor de esa relación construida con textos, notas de voz y emojis. Cada mensaje me hacía sentir especial, me recordaba lo que era ser escuchada con atención. Él me trataba con tanta delicadeza y respeto que me sorprendía, como si cada palabra estuviera cuidadosamente pensada para hacerme sentir valorada.

Para él, yo era una fantasía hecha realidad. Hablar con una mujer como yo y experimentar esa conexión también lo hacía sentir muy bien. Y aunque nunca lo dijimos en voz alta, ambos sabíamos que lo que teníamos era genuino y auténtico en su simplicidad. Se sentía demasiado bueno para ser verdad, pero durante esos días, me permití creer que lo era.

Hasta que un día, como suele ocurrir con los sueños, se desvaneció sin previo aviso. No hubo una despedida, ni una explicación. Solo el vacío. Esa fue la parte más real de todo, el momento en que lo imaginario y lo real se cruzaron. Me di cuenta de que, aunque lo que compartimos parecía sólido y tangible, había sido frágil desde el principio.

A veces, lo que imagino en mi mente se siente tan real como lo que sucede en el mundo exterior, y es ahí donde me pregunto: ¿qué hay de malo en aferrarme a ese espacio en donde todo es “chévere”? Es tentador sumergirse en ese mundo ideal, donde no existen el desamor, las mentiras, el ghosting ni las decepciones, donde todo parece “fácil” y nada perturba mi tranquilidad. 

Sin embargo, por más tentador que sea quedarme en ese refugio, la realidad siempre está al acecho, y debo admitir que enfrentarla me ayuda a crecer y transformarme. Pero confieso que desearía poder quedarme en esa ilusión para siempre, porque, aunque sea solo un producto de mi imaginación, me resulta más sencillo y, a veces, es la única verdad que necesito.