El otro día, conversando con una amiga, le compartí que en este momento no tengo claro lo que quiero en muchos aspectos de mi vida: laboral, sentimental y personal. Esta incertidumbre me genera una sensación de inquietud, especialmente a mi edad. A veces, siento que estoy en una “etapa diferente”, lo que me desanima un poco. La sensación de estar mayor y sin pareja me invade de vez en cuando. Y aunque no me siento mal por no estar en una relación, esa ausencia despierta en mí una cierta aprensión hacia lo desconocido.

Aún persiste en mi mente el estigma de que, a mi edad, no tengo derecho a vivir ciertas experiencias. Pero ahora que lo pienso, recuerdo que, cuando era mucho más joven, pensaba de la misma manera. A lo largo de mi vida, me he privado de disfrutar muchas cosas por temor a que no sean “apropiadas” para mi edad. Incluso cuando me permití algunas vivencias, no las disfruté plenamente, siempre acompañadas de un sentimiento de remordimiento, como si estuviera haciendo algo que no debía.

¿Por qué pasa esto? Creo que tiene mucho que ver con las expectativas que la sociedad impone sobre nosotros y cómo vamos internalizando esas ideas sobre lo que deberíamos o no deberíamos hacer a medida que maduramos. En mi caso, siempre me ha costado aceptar que, como adulta, tengo derecho a explorar mi vida sin restricciones de edad.

Muchas veces, este miedo proviene de la presión por seguir un guión preestablecido que marca el momento adecuado para ciertas cosas. Hay un respeto implícito al juicio de los demás, pero también al autoconvencimiento de que no puedo “romper” ese molde sin sentirme culpable. Me he dado cuenta de que, en muchas ocasiones, ese arrepentimiento nace de no aceptar lo que realmente quiero, de no darle cabida a lo que me hace feliz.

Ahora, al reflexionar sobre esto, entiendo que este patrón está relacionado con la inseguridad de no saber si lo que me permito hacer será bien visto o si tendrá el desenlace que espero. Sin embargo, también he aprendido que la vida NO tiene que estar limitada por expectativas ajenas, sino por lo que yo elija, por lo que me haga sentir plena. Y esto es precisamente lo que he decidido hacer desde hace un tiempo: vivir con más conciencia, con la firme determinación de tomar decisiones basadas en lo que realmente me hace sentir bien, sin importar lo que otros puedan esperar de mí. He decidido dejar de postergar mi felicidad y abrazar cada momento como una oportunidad para crecer, aprender y disfrutar de la vida tal como se presenta.

Hace unos cinco años, escribí sobre lo preparada que me sentía para abrirle mi corazón a alguien que supiera valorarme, respetarme y amarme. En ese momento, me sentía sana y lista para recibir el amor que pensaba merecer. Hoy, desde una perspectiva diferente, me pregunto qué significaba realmente esa seguridad, porque ahora no sé con certeza qué quiero. Aunque estoy dispuesta a vivir el presente con más libertad, siento que el entusiasmo por las relaciones ha disminuido. Más que una cuestión de desgano general, es un tema de confiar nuevamente en alguien y sentirme atraída emocionalmente.

Después de tantas decepciones en los últimos años, me invade una especie de apatía que me frena. Este sentimiento no es nuevo para mí, porque hace un tiempo escribí sobre cómo mi corazón puede sentirse anestesiado, como si esa capacidad de abrirse sentimentalmente hubiera quedado bloqueada por la acumulación de desilusiones, y me cuesta encontrar la motivación para volver a arriesgarme.

Las experiencias vividas desde entonces, tanto en el ámbito de las amistades como en las relaciones, me han dejado lecciones valiosas, aunque algunas de ellas hayan sido desafiantes. Cada decepción ha traído consigo momentos de inquietud, pero también me han permitido conocerme mejor, entender mis límites y reconocer lo que realmente necesito para sentirme más estable. Lo más importante que he descubierto es que la tranquilidad es algo que no estoy dispuesta a comprometer. Valoro más que nunca el bienestar que siento en mi vida, y hoy, más que antes, soy consciente de la importancia de proteger ese equilibrio.

Una parte de mí siente la presión del tiempo, como si estuviera quedándose atrás en cuanto a las situaciones que aún desea vivir. Sin embargo, ese bloqueo interno, resultado de las lecciones pasadas, pesa más en este momento. Me encuentro atrapada en un conflicto, entre el impulso de vivir con intensidad y el miedo a enfrentar nuevas desilusiones.

Tal vez estoy pidiendo demasiado cuando siento que no quiero seguir aprendiendo a los golpes ni enfrentar más lecciones difíciles; busco algo que me brinde paz, que fluya sin prisas ni dolor innecesario. Aun así, sé que no tengo una bola de cristal para prever si una experiencia será fácil o complicada. Las lecciones difíciles me han fortalecido, y aunque el temor a lo desconocido me asusta, entiendo que evitarlas solo me priva de nuevos aprendizajes.

Al final, vivir plenamente implica aceptar los altibajos de la vida, ya que cada uno de esos momentos me acerca a una versión más auténtica de mí misma. Aunque no sé qué vendrá, confío en que cada paso que doy me está guiando hacia donde debo estar. Lo que venga será parte de mi crecimiento, y sigo adelante con la misma fe que me ha acompañado hasta ahora.

¿Será que la clave para recuperar esa capacidad de abrirme radica en permitir que el tiempo haga su trabajo, o es necesario tomar una decisión consciente para superar la apatía y empezar a confiar nuevamente?